Revista Væranda

This text was written as part of the discussions carried out in the class SPAN20302, taught by James Weber

Antes de que pasara la tragedia, Nahuizalco era un pueblo pequeño, lleno de palos y caminos de tierra. Las casas eran humildes, hechas de palos de bambú pegados con lodo, y los techos eran de zacate seco. No había electricidad. Cuando llegaba la noche, la gente usaba candiles de gas para alumbrar sus casas. Todos cocinaban en ollas de barro, sobre piedras calientes, y siempre olía a frijoles, a humo y a leña.

En medio de esa vida tranquila, vivían Toribio Nerio y su esposa Juana Tepas, a quien todos llamaban Mamá Juana. Él era un hombre callado, que hablaba español y náhuat. Mamá Juana, con sus pies descalzos y sus trenzas negras largas y gruesas, caminaba por el pueblo usando refajos con los colores del arcoiris. El náhuat era su lengua del alma. Con su lengua cantaba y contaba sus historias mientras cosilla los frijoles para sus hijos y nietos.

Así era la vida de los indígenas en El Salvador hasta que todo empezó a cambiar.

Desde hace años, los indígenas habían perdido sus tierras. Lo que antes era de todos, ahora era de los ricos élites del país. La gente como Toribio y Mamá Juana, que antes sembraban para ellos mismos y sus hijos, ahora tenían que trabajar horas interminables en fincas que no les pertenecían, ganando el salario de una cena. Lo que equivale a una tortilla de maíz.

Luego vino la crisis. En 1929, cuando cayó el precio del café, todo empeoró. El hambre creció y la injusticia también. En medio de todo eso, se escuchaban voces de esperanza. Muchos campesinos escucharon las ideas de Farabundo Marti, que hablaba de igualdad, de devolver la tierra a quienes la trabajaban.

Así fue como comenzó el Levantamiento campesino en El Salvador.

El 22 de enero de 1932, miles de indígenas y campesinos agarraron sus machetes y se rebelaron. Querían cambiar su situación. Querían un país más justo. Durante unos días tomaron pueblos, alcaldes, y soñaron con una vida mejor.

Pero ese sueño duró poco.

El general Maximiliano Hernandez Martinez, que gobernaba en ese momento, mandó al ejército a detenerlos. Las órdenes eran claras: matar a todo el que pareciera indigena. No importaba si alguien había participado en las protestas o no. Lo único que necesitaban era tener la piel morena, hablar náhuat o vestir ropa tradicional para ser asesinados y echados en las zanjas.

El miedo se regó como un fuego por todo el campo.

Isabel, hija de Mamá Juana y Toribio, recordaba ese tiempo con mucho dolor. Su esposo, Eulalio, que estaba haciendo trámites en la alcaldía, llegó corriendo a su casa una tarde gritando: “¡Isa, vámonos ya! ¡El ejército llegó a la alcaldía y están matando a todos!”. Sin pensarlo, agarraron a sus hijos y corrieron hacia el monte. Allí, cavaron un hoyo entre las huertas y se escondieron debajo de ramas y hojas.

Desde donde estaban escondidos, vieron como la alcaldía ardía en llamas. Escucharon disparos y gritos en la noche. Supieron que el ejército había obligado a la gente a cavar zanjas, y que allí mismo los mataban y los enterraban sin preguntar nada.

Ese fue el destino de los padres de Mamá Juana, los abuelos maternos de Isabel. Vivían en un rancho humilde, de paredes de bambú y lodo. No tuvieron como escapar. El ejército no preguntó nombres ni edades. Solo entraron, por sus vestiduras detectaron que era indigenas y dispararon. Como ellos, miles de indígenas fueron asesinados y tirados juntos en un solo hoyo grande, como si sus vidas no valieran nada.

Después de la matanza, Nahuizalco ya no era el mismo.

Los que sobrevivieron aprendieron que para seguir vivos había que ocultar quienes eran. Mamá Juana dejó de cantar en náhuat. Toribio ya no hablaba su lengua en público. En las escuelas, los maestros prohibieron usar palabras indígenas. Hablar náhuat era arriesgarse a ser visto como un enemigo del Estado. Era firmar su propia sentencia a muerte.

Así, poco a poco, la lengua náhuat se fue perdiendo en El Salvador. No porque la gente quisiera, sino porque el miedo los obligó.

Mamá Juana murió humilde, fuerte, y con los pies descalzos, como había vivido. Se llevó con ella historias, canciones y palabras que casi nadie sabía. Pero no todo se perdió.

Todavía hoy, entre los frijoles que hierven en las ollas de barro, entre las palabras que usamos sin saber, como petate, tecomate y totoposte, todavía se escucha el eco de nuestra lengua antigua.

Aunque quisieron borrarla con sangre y miedo, no lo pudieron lograr. Porque mientras alguien recuerde, aunque sea una sola palabra, el náhuat sigue vivo. Y mientras siga vivo en la memoria, también vive el valor de las personas que no pudieron contar su historia.

Yo soy Katherine Olivares Guzman, nieta de quienes vivieron con dignidad en medio del silencio: de Mamá Juana, de Toribio, y heredera de una memoria que casi se pierde. Aunque en mi familia ya no se hable náhuat, aunque esa lengua se haya ido apagando con los años y el miedo, yo estoy aquí contándoles esta historia para que no se olvide. Aunque crecí lejos de Nahuizalco, en los Estados Unidos, siempre llevo conmigo estas historias. A veces no entendía todo, pero sabía que significaban algo grande. Hoy, al decir sus nombres, al escribir sus vidas, siento que también estoy recuperando un pedacito de esa lengua, de esa identidad que nos quisieron quitar. Esta memoria es mi manera de honrarlos, de decir que todavía estamos aquí, que todavía recordamos.

Katherine Olivares Guzman

Katherine Olivares Guzman

Soy Katherine Olivares Guzman, estudiante de primer año en la universidad. Vengo de Boston y quiero estudiar Ciencia Política y Estudios Religiosos, con una concentración menor en Filosofía. Soy hija de inmigrantes salvadoreños y estudiante universitaria de primera generación. Me interesa la justicia y el trabajo con comunidades marginadas, y quiero ser abogada para ayudar a quienes más lo necesitan.