Ganesh Mejia Ospina
This creative piece was written after discussions in the class “Curso de redacción académica para hablantes nativos” taught by Lidwina van den Hout
¡Ser pilo paga! Se acordó de repente. Podía ver las tres palabras tan vívidamente como las había visto seis años atrás. Ahí estaba el folleto. Lo percibía con una agudeza semejante a la de la realidad en la que habitaba. El recuerdo lo sacó de su estupor, y con una agilidad mental inverosímil para el cansancio que le radiaba, se acordó de la situación en la que se encontraba. Eran las cinco y media de la mañana. Bogotá, todavía en una penumbra sonámbula, apenas despertaba. Iba caminando hacia la estación de bus, y en respuesta al frío espanta-bobos de la madrugada, Jerónimo se puso la capucha.
¡Ser pilo paga! Se acordó de nuevo, volviendo a la interrupción que lo despertó. A medida que caminaba, regresó a su estado de cansancio, y Jerónimo intentó recordar la emoción apropiada para el recuerdo de la primera vez que había visto esas tres palabras. Todavía medio dormido, sonrió torpemente. Esa memoria feliz venía con connotaciones de libertad. Esa memoria, se acordó con nostalgia triste, fue la primera vez en que realmente tuvo esperanzas de escape, de evadir el destino en el cual tantos a su entorno sucumbieron. Ese mismo día en que vio esas tres palabras, postuló para la beca universitaria que ofrecía el folleto.Y lo logró. A los pocos meses, le llegó una carta que corroboraba por escrito la promesa de su liberación.
Terminó volviendo a una situación muy similar de la que intentó fugarse, pues luego de cuatro años en La Universidad de Los Andes, decidió convertirse en escritor. Era lo único que lo hacía feliz. “Si no fuese por ese desgraciado Aristóteles”, pensó en risas internas, “que eudaimonia ni que nada”. Bostezó un gran bostezo. Las luces de la calle estaban inútilmente prendidas; la luz creciente de la madrugada ya bastaba para ver. El contraste de la luz natural contra la luz artificial era grotesco, resaltaba la sobreabundancia de lo fabricado en una ciudad llevada por el supuesto ‘progreso humano’. Cazucá no era una excepción a este fenómeno. Era una loma desgastada estrato uno. Y era también el barrio que contenía la calle en la que caminaba y la casa en donde vivía este protagonista cansado. A su entorno sólo veía el color ladrillo anaranjado que componía las casas pobres y dilapidadas, el gris del cielo y del andén, y el café amarillento de la calle despavimentada. Ya a mitad de camino bajando La Loma, la estación de bus se empezaba a distinguir en la distancia, era la única instancia de pavimento en toda La Loma. En diez minutos, se estaba montando en el bus,
“Quibo Roger”. Le dijo cansado al conductor
“Buenos días crack, pa´ donde va mi ñero intelectual?”
“Me reuno con un man en El Parque Del Chico”, le respondió Jerónimo
Roger asintió con un movimiento vertical de la cabeza, Jerónimo entró al bus y se sentó. Este bus lo llevaría al norte, al otro lado de la ciudad en un trayecto de casi dos horas. Al bajarse, le tocaba caminar unos quince minutos hasta el Parque del Chicó. Ahí se encontraría con un rolo gomelo que le quería publicar un cuento. Era un viaje a la quintísima porra.“Nada grave” se dijo con determinación.
Preparado para el largo viaje, se acomodó en su silla. Suspiró largamente, casi con alivio. Las próximas dos horas eran de sus favoritas en el día. Atravesando Bogotá en transporte público, vería la ciudad cambiar mientras el bus, como sus pasajeros, seguía su ruta designada. Nadie sabría quién era. Invisible, sería espectador de un dinamismo inigualable, un zumbido perpetuo de metrópolis tercermundista. Vería tantas caras: caras entrando y durmiendose en el bus, caras esperando el Transmilenio, caras atormentadas por el implacable trancón bogotano, caras durmiendo en el bus del colegio, caras escondidas por el casco de la moto. Todas tendrían el mismo rostro que el bus: una expresión de cansancio de la mundanidad de lo cotidiano. Ya eran las seis de la mañana.
Roger cerró las puertas. El bus zarpó de la estación y empezó a coger velocidad por la avenida. Jerónimo giró y vio La Loma empequeñeciéndose en la penumbra de la madrugada. La Loma, su montaña natal de Cazucá, era el barrio más infame de toda la ciudad. Sucumbió al ladrillo, que se apoderó y conquistó cada resquicio como una invasión abrumadora de hormigas anaranjadas. Giró de nuevo y miró por la ventana. En la distancia se vislumbraban las montañas que abarcaban la sabana bogotana. Eran guardianes colosales, sabias y sabios de un imperio natural que organizaba sus predios siguiendo leyes estrictas para que floreciera y se mantuviera en equilibrio el ecosistema del que se hacían responsables. Pero los sabios no habían contado con el ávaro humano, tan imparable que era. Ahora, Jerónimo las percibía agotadas, ahogándose en ladrillos, y melancólicas por el pasado de un gran imperio del cual ellas quedaban como testimonio. Al finalizar el pensamiento, adormilado, cerró los ojos y se quedó profundo, arrullado por el zumbido del motor y arrunchado en la silla del bus con la familiaridad de cama propia.
Jerónimo se despertó súbitamente después de unos bruscos pitos de Roger.
“A levantarse crack que aquí te bajas”, gritó el conductor.
Jerónimo salió corriendo del bus y le gritó un agradecimiento a su gran amigo mientras se cerraban las puertas:
“Roger, mi rey, gracias. A las cuatro y media entonces, ¿en la misma de siempre?”
Las puertas se cerraron pero por la ventana Jerónimo vio a Roger que de nuevo asintiendo con un movimiento vertical de la cabeza. Los martes a las cuatro y media , como siempre, Jerónimo se montaba en la ruta en que conducía Roger a esa hora, y conversaban hasta que la ruta lo dejara cerca de casa.
Roger y Jerónimo se habían conocido muy tarde en la noche de un 15 de julio en una de esas aventuras frecuentes de Jerónimo en las cuales simplemente se montaba en el bus con la intención de deambular y no bajarse. Roger ya le conocía la cara, pero también le interesaba supremamente los libros que traía para leer, o el cuaderno maltratado en donde anotaba frases crípticas en respuesta a los cambios de la ciudad. Ese 15 de julio, como a las once de la noche, el bus llevaba un solo pasajero. Cuando el bus paró en la avenida pavimentada bajando La Loma, Jerónimo se bajó. Llevaba puesto una mochila trajinada, un saco rosado raído por las polillas, y unos jeans descoloridos que le quedaban un poco grandes. Debajo del brazo llevaba un libro, El laberinto de la soledad de Octavio Paz, y esto fue lo que le llamó la atención a Roger, el cual exclamó con una discordancia perturbadora para el ambiente:
“Bien bacano ese libro…pero para ser franco ¡la de ese man, qué soledad ni que nada!”
Fue tal la combinación de sorpresa y emoción que cuando finalmente comprendió las palabras que había emitido este conductor misterioso, Jerónimo se encontraba solo, y el bus se alejaba en las profundidades de la oscuridad. Permaneció varios minutos inmóbil, atónito por la noción de que medio mundo se le había volteado patas arriba, de que había otro trotamundos.
Jerónimo se dedicó a la cacería del conductor misterioso. Estuvo semanas buscándolo, y a los cuarenta y dos días se quedó otra vez estupefacto al verlo manejando un bus en una ruta por Usaquén. Lo vio como el que ve un piloto de rescate al estar mucho tiempo perdido en el páramo, como cuando en las películas de ciencia ficción llegan a rescatar al protagonista que lleva vagando el espacio sin rumbo y sin combustible supersónico. Así vio Jerónimo a Roger ese 26 de agosto. Inmediatamente empezaron a discutir si eran hijos de la Malinche o de los Buendía, si existiera un aleph en Colombia en qué parte se encontraría, si en verdad Platón había escrito sobre una especie de capitalismo rudimentario. Luego se aburrieron y hablaron de amores, de Cazucá, de las montañas, de la ciudad natal de Roger, Pasto. La conversación se acabó cuando finalmente a la una y media de la mañana, Jerónimo se bajó en su estación pavimentada. Antes de bajarse intercambiaron contactos, e hicieron cita de nerds, o como ellos mismos diagnosticaron: evento dialéctico entre ñeros intelectuales. ¡Hágame el favor!
Jerónimo revisó su reloj: “mierda”, suspiró, eran las siete y quince, y la cita para la que iba era a las siete y media. El rolo gomelo con el que se iba a reunir era editor de una revista importante que circulaba por las élites intelectuales bogotanas. El rolo gomelo se había leído unos cuentos de Jerónimo sobre su Loma natal. Le gustaron tanto que quiso publicarlos en su revista y además proponer la idea de escribir un libro entero. Jerónimo se angustió, ya podía imaginarse la cara de consternación que iba hacer El Rolo Gomelo al enterarse de que Jerónimo venía desde Cazucá. En algún momento en la conversación se revelaría que venía desde La Loma, y los ojos de El Rolo Gomelo se abrirían con susto y preocupación. Con la mirada, El Rolo Gomelo le diría: “te encuentras bien?” El Rolo Gomelo nunca había ido a Cazucá, pero ya tenía una imagen mental del barrio tan clara, marcada por estereotipos, mentiras, y ladrillos, que era como si hubiera estado muchas veces. Pero para El Rolo Gomelo, ese estado de preocupación, de susto al imaginarse un mundo tan distinto y tanto más desgastado que el parque sereno y bien mantenido en que disfrutaba su mañana. Era como el que disfruta el susto de una película de horror. A ese Rolo Gomelo le encantaba leer sobre Cazucá, soñaba con ir a ayudar, pero nunca iba a ir.
Con un movimiento súbito y nervioso, Daniel cerró el cuaderno en el que terminaba el primer capítulo de su novela. No podía escribir más, el choque fue demasiado fuerte al cruzar la frontera de lo ficticio, y se acercaba con demasiada velocidad hacia sus propios lugares dolorosos en los que no quería pensar. Había vivido demasiadas experiencias semejantes a las de Jerónimo y el Rolo Gomelo en la universidad. Cada interacción y cada relación que intento desarrollar durante esos cuatro años universitarios, se manchaba con procedencia urbana. Revivir esas experiencias como autor le causaba el mismo dolor desgastador. Subconscientemente, Daniel imitó a Jerónimo: suspiró largamente, se acomodó en su silla, y miró por la ventana del bus. Bogotá se atardecía, y las caras de la muchedumbre ambulatoria eran las mismas caras que percibió Jerónimo por la mañana. Pocas veces se había sentido tan solo. Era un ser intentando negociar la vida entre dos quintas porras. Apenas lo lograba, gracias al conductor ficticio que había bautizado con el nombre de Roger. Hasta en letra era gran compañía. Cuando finalmente llegó el bus a la estación pavimentada, Daniel se bajó, sin despedirse de un conductor desconocido. Casi arrastrando las rodillas, empezó el largo ascenso hacia su casa. A mitad de camino, paró, giró y percibió la sabana bogotana en todo su despilfarro moderno. El sol apenas rozaba las montañas y todavía se podía ver bien. Con los ojos de Jerónimo, vio una ciudad con oportunidades. Con los ojos propios, sólo percibió el gris de los cielos, el verde sabio de las montañas, y el color ladrillo anaranjado que se explayaba infinitamente en todos los sentidos.
Ganesh Mejia-Ospina
Hola, mi nombre es Ganesh Mejia Ospina. Soy un estudiante de pregrado en la Universidad de Chicago. Nací en Colombia, y a los 3 años me fui con mis papás a los Estados Unidos. Una de las metas más importantes en mi vida es mantener y fortalecer mi español. Gracias a la clase de la profesora van de Hout-Huijben para hablantes nativos, pude acercarme a esa meta y aprender en cantidades abundantes sobre la historia y la literatura latinoamericana.